Vértigo
“Ella me tomó de la mano y atravesamos varias habitaciones; luego abrió la puerta de una sala donde se ofrecía un espectáculo extraordinario y verdaderamente mágico. Las paredes no se veían, hasta tal punto estaban cubiertas de juguetes. El techo desaparecía bajo una floración de juguetes suspendidos como maravillosas estalactitas. El suelo ofrecía apenas un estrecho sendero donde poner los pies. Había allí un mundo de juguetes de todas clases, desde los más caros hasta los más modestos, desde los más simples hasta los más complicados.” La pintura de Felicidad Moreno me recuerda un poco ese paraíso que Baudelaire visitó de niño y evoca en su Morale du joujou. A primera vista parece una fiesta de globos, luces, plumas, confetti, balones, serpentinas multicolores. Pero esas visiones irisadas suelen aparecer sobre un fondo negro, o muy cerca del negro. Por debajo de la alegría contagiosa de las bandas de colores está el negro, o al menos un tono sombrío, como el azul profundo o el violeta. Sobre el fondo negro de una de sus telas, de formato circular, estallan, florecen seis círculos de colores: amarillo, verde, naranja, rojo, azul, violeta, con una parte iluminada como sugiriendo seis pelotas o seis caramelos. Pero el negro les presta una dignidad cósmica, los vuelve un poco trascendentes, como si formaran una extraña constelación, unos astros bailando en el cielo nocturno.
En otra pintura, titulada Blanco y negro, los círculos de colores, unidos entre sí por un arabesco sinuoso, se disponen sobre negro y blanco, como encarcelados por unas bandas verticales como barrotes...
He leído en alguna parte (aunque no estoy seguro de haber entendido del todo el argumento) que la oscuridad del cielo nocturno demuestra el carácter limitado de nuestro universo. Porque si el universo fuera infinito, la luz de innumerables estrellas haría la noche deslumbrante. El cielo nocturno es la prueba de nuestra propia finitud. Hablando de sus paisajes nocturnos pintados en Provenza, Vincent van Gogh confesaba que deseaba convertir la Noche en algo más vivamente coloreado que el día. En esta voluntad hay un deseo eufemístico de conjurar o al menos atenuar los terrores infantiles a la oscuridad y la angustia del adulto ante la muerte. En la pintura de Felicidad siempre veo esa imperiosa necesidad de colores vivos, exultantes, colores como golosinas visuales, para salpicar, para alegrar lo negro. Círculos y franjas multicolores para atenuar el sentido nocturno y abismal del fondo negro.
Para dar al negro densidad, consistencia táctil, Felicidad utiliza a menudo como soporte pictórico el terciopelo. ¿Terciopelo? ¿Qué puede dar de sí la pintura sobre terciopelo, más allá de cuadros de payasos para adolescentes, los iconos de Elvis Presley traídos de Graceland o las suculentas pin-ups tahitianas de Edgar Leeteg? El terciopelo, en el imaginario popular, es de la misma materia que los sueños; sueños desenfrenados de lujo y de exotismo. Y su explosivo potencial contra el buen gusto merecería ser rescatado de los infiernos del kitsch y el campo. Pero es que además la pintura sobre terciopelo existía mucho antes, y que fue Marco Polo quien la descubrió en oriente hace varios siglos.
El negro es el producto de un arte de sombras. Los fondos negros de Felicidad están relacionados con la fotografía, con esos fotogramas donde ella ha emulado a Man Ray y Moholy Nagy, dejando que las siluetas de las cosas vayan a depositarse sobre el plano de la imagen casi sin ayuda de las manos. Proyectándose sobre ella como sombras. Un recurso paralelo al fotograma son esas improntas que Felicidad deja con spray sobre la tela. Por ejemplo, las palmeras. Muchos de los títulos de las pinturas de Felicidad evocan las palmeras (Palma Coral, Palma Jade, Palmera Rallada) que sugieren pequeños paraísos. Las huellas de palmeras y plumas proyectadas sobre la tela, con sus tallos flexibles, a veces enrollados sobre sí mismos, sugieren algo leve, aéreo, casi rococó. La magia gastada de los adornos navideños.
Otras veces, el spray deja en la tela la huella de cuerdas o hilos. Formando madejas en los rincones del cuadro, madejas que sugieren flores o nidos de pájaros y cruzando el espacio del lienzo un poco al azar. ¿Azar? Es inevitable recordar los tres “zurcidos patrón” (standard stoppages) que Marcel Duchamp creó dejando caer tres veces unos hilos desde cierta altura para convertir su configuración aleatoria en un patrón convencional, en una unidad de medida idiosincrática. Pero el hilo evoca también el azar controlado del dripping de Pollock, los “hilitos” de pintura fluida. El hilo es inestable, proteico, amorfo. Contraejemplo de la fe racionalista en que cada cosa tiene (o al menos debería tener) su forma propia, sus límites. Los hilos de Felicidad no están lejos de la entropía de Smithson, con la tendencia hacia lo informe (Serra, Morris, etc), con Eva Hesse. En fin, el hilo es un elemento doblemente femenino por su evocación del oficio de coser y por la sugerencia de la cabellera como fetiche sexual. Un artista actual como Ghada Amer (El Cairo, 1963), por ejemplo, trabaja con aguja e hilo de colores, bordando sobre la tela figuras de mujeres trabajando, limpiando, cocinando, cosiendo o en actitudes porno. A veces deja hilos sueltos, que fija luego con un gel transparente; su delicada sensualidad sugiere al mismo tiempo cabellos y churretes de pintura.
Por todas partes encontramos curvas: bucles, líneas sinuosas, serpentinas, y esa proliferación termina afectando al propio formato de los cuadros. Felicidad ha pintado una serie de cuadros circulares, herederos de una larga tradición histórica que se remonta al menos al Renacimiento italiano. El tondo alcanzó su apogeo entre la Madonna del Magnificat de Botticelli y el Tondo Doni de Miguel Ángel. El círculo poseía entonces un alto valor simbólico: representa la eternidad del alma, la perfección del orbe, la unidad divina. El contorno del tondo definía un espacio sagrado y podía ser, además (por algo uno de los temas más frecuentes en los tondos era el de la Sagrada Familia) emblema de una intimidad celosamente custodiada.
El formato circular regresaría en el siglo veinte, en la era de las vanguardias. E incluso cuando se conservaba el formato cuadrangular, círculos y discos se convirtieron en un tema pictórico de primer orden, desde Robert Delaunay hasta las dianas de Jasper Johns y los círculos concéntricos de Kenneth Noland. Pero entretanto su valor simbólico había cambiado: Discos y círculos simbolizaban ahora el impulso autorreferencial, la tendencia de la pintura a pensar exclusivamente en sí misma, a hablar sólo de sí misma. Por otra parte, el círculo aparecía, no ya como la figura suprema sino como forma mínima, de máxima simetría, la forma neutra, sin rasgos definidos, la forma sin rostro. El disco elude y pone en cuestión la distinción figura-fondo, el avance y la recesión de los planos. El ojo no sigue ya un camino hacia delante; simplemente gira y gira deslizándose por el contorno siempre igual. El ojo viaja por el contorno del círculo sin encontrar un pliegue, una esquina, un punto donde detenerse. Es un vórtice, un maelstrom que provoca sensaciones de ingravidez y desorientación.
Pero hubo y hay, por supuesto, otros usos pictóricos del círculo. Un cuadro de Felicidad, Loto Rosa, aunque de formato cuadrangular, está dominado por los dos círculos orlados, dos ruedas de terciopelo bordado con un arabesco vegetal que parece ponerlas en movimiento, hacerlas rodar. Este ejemplo evoca las ruedas de oración y los mandalas, utilizados en el doble contexto religioso del hinduísmo y el budismo. La palabra mandala deriva de la raíz “manda”, que significa “esencia” con el sufijo “la”, que significa “recipiente”. El mandala actúa en lo visible como el mantra para el oído: sirve para canalizar y concentrar las energías cósmicas y corporales. En el camino budista, la misión del mandala es la iluminación; descubrir lo divino dentro de uno mismo. El punto central del mandala simboliza el primer principio indivisible, la semilla del ser y la conciencia, donde se anudan las energías tanto del sujeto como del mundo. En el corazón del mandala hay una estructura cuadrangular, palacio o templo con cuatro puertas, donde reside la deidad.
Pero los mandalas de Felicidad carecen de esa estructura interna, como también de su infinita complicación, de esa selva de ornamentación, cargada de simbolismo, con que los monjes rellenan sus pinturas meditativas. Son mandalas agnósticos, que en lugar del templo o palacio interior para la deidad, ostentan sólo un espacio negro, un vacío en medio de la orla de círculos concéntricos. Lo más sorprendente es la analogía entre estos mandalas mínimos de Felicidad y el logo, con sus múltiples variantes, y de los dibujos animados Looney Tunes de la Warner Brothers, ese círculo mágico que se dilataba y se contraía, por donde se asomaban Bugs Bunny y sus colegas para saludar al público y desaparecer después. Hay una fotografía de Felicidad Moreno donde ella misma escenificar esa desaparición. En la foto, la pintora aparece ante uno de sus grandes cuadros circulares, donde cuatro franjas en rojo y amarillo envuelven un vacío negro, un agujero negro. Vestida con un sweater oscuro, su cuerpo se confunde con el fondo y casi desaparece; solo las manos y la cara son visibles. Al final, todos los caminos nos llevan al mismo sitio. Quizá lo más perspicaz que se ha escrito sobre la obra de Felicidad Moreno son estas palabras de Navarro: “Hay en sus pinturas una urgente voluntad de vértigo. Siente una irresistible atracción por los círculos concéntricos, las espirales, las imágenes asimétricas y aquellas que se inscriben orgánicas en lucha contra un fondo estructurado y en orden. También por las repercusiones de la mecánica de los fluidos, en su caso pigmentos y esmaltes dejados en una semilibertad vigilada. Una enérgica turbulencia de las formas, sacudidas por movimientos frenéticos” El antropólogo Roger Caillois clasificó hace tiempo los juegos humanos en cuatros grandes grupos, correspondientes a cuatro tendencias humanas fundamentales: la competición (agon), el azar (alea), la imitación (mimicry) y el vértigo (ilinx). Este ultimo género de juegos se propone destruir por un instante la estabilidad de la percepción e infligir a la conciencia lúcida una especie de pánico voluptuoso. Se trata de perder el equilibrio, perder incluso el contacto con el suelo. Dejarse arrastrar, caer en el torbellino. Girar y girar como los derviches místicos y los voladores mexicanos, al ritmo de la música, hasta vaciarse de pensamientos y alcanzar un trance que aniquile la realidad.