Hace muchos años que conozco a Juan Antonio Aguirre, tantos como ha dedicado a la pintura y a la crítica. Era ese «señor con abrigo largo» y negro que, antes de tratarle, llamó la atención de Guillermo Pérez Villalta. A mí me parecía, con su rostro serio, anguloso y tallado en planos, un personaje de La calle de Kirchner. Nos conocimos y coincidimos en numerosas ocasiones y hablamos otras tantas. Desde que apareció en el panorama artístico de Madrid de los años sesenta, Juan Antonio Aguirre jugó un importante papel como pintor y como crítico en una renovación de la pintura española que hoy se ve como una terapia imprescindible.
Siempre me ha llamado la atención de Juan Antonio Aguirre como pintor el que, en una época de cambios e influencias, de préstamos y miradas de reojo de los artistas a lo que hacen los demás, haya sido capaz de mantenerse como propietario insobornable de un mundo propio. O lo que es igual, de haber sido capaz de formular un lenguaje íntimo y personal, con unos planteamientos independientes, basados en el ejercicio de una pintura sin contaminaciones. Es una forma de entender la pintura que desconoce el significado de la llamada del canto de las sirenas por las modas. Ser pintura y tendencia desde uno mismo aparece ante nuestra mirada como una acción excepcional. Es una actitud que tiene sus riesgos y que suscita, por carecer de complicidades, la animadversión, callada o irascible, de muchos acólitos.
La pintura de Juan Antonio es magnética y atrae nuestra mirada hacia algo que es solamente pintura. Acercarnos a ella supone aceptar el guiño del pintor que nos pone ante nuestros ojos unos cuadros que parecen ingenuos pero que no lo son, que se muestran como simples y esenciales, cuando son obras de una gran complejidad. Son obras que muestran una alegría de pintar , «una alegría poco escandalosa, pero que contagia». Juan Antonio Aguirre ha entendido la pintura como un triunfo, de la alegría vital que produce el estar conforme consigo mismo.
Cada cuadro de Juan Antonio Aguirre presenta, además de las contradicciones aparentes a las que he hecho referencia, otras muchas más. Nuestra mirada está acostumbrada a contemplar lo complejo y complicado, a ver una pintura en la que los signos, los juegos de contraseñas y los secretos para iniciados, son la tónica general. Cuando vemos un cuadro, concebido solamente desde la pintura, el primer impulso es buscar en su esencialidad las claves de su razón de ser. Los cuadros de Juan Antonio Aguirre pueden suscitar esta impresión. Sin embargo, no responden a una trama oculta, sino al simple orden visual de la pintura misma. Por eso, cuando se desvela este efecto, se comienzan a buscar reminiscencias, sugestiones y ensoñaciones con otros artistas. Y se habla de que tiene un toque muy francés o que se encuentra influido por el expresionismo alemán. Podríamos, en esta disquisición, confeccionar una inagotable nómina de pintores y tendencias. Tantas como se han producido como expresiones que comienzan y acaban en la mera pintura. Hay, eso sí, concomitancias y sintonías con artistas que él ha valorado en época temprana como Iturrino, Dufy, Matisse o Bonnard, porque son pintores que enfocan la representación desde unos mismos usos del color, y que forman un Parnaso de escogidos para quienes pintar es un acto de disfrute.
Víctor Nieto Alcaide. Texto extraido del catálogo de la exposición