Las convulsiones políticas que sufrió la España de los setenta, integradas en lo que vino posteriormente a denominarse Transición, propiciaron la aparición de numerosas hornadas de creadores que convirtieron estos años en uno de los momentos culturales y artísticos más novedosos e independientes de nuestra historia.
Las opciones figurativas tienen a su máximo representante en el grupo La Nueva Figuración Madrileña, al que pertenecieron Alfonso Albacete, Juan Antonio Aguirre, Carlos Alcolea, Chema Cobo, Carlos Franco, Luis Gordillo, Herminio Molero, Rafael Pérez Mínguez, Guillermo Pérez Villalta y Manolo Quejido. Aglutinados en la Sala Amadís de Madrid y en torno a la Galería Buades, estos pintores se comprometieron con la defensa de una pintura encendida tanto en el color como en la mordacidad, eminentemente narrativa -lúdica o autobiográfica- y que se separaba con energía de la herencia blanquinegra, el sentido trágico de la creación y el fuerte compromiso político y social vividos por la generación anterior. La referencia la encontraron en el último pop, pintores del color y la concisión del dibujo como Matisse o el rebelde y refractario Duchamp, cuya influencia les introdujo en el cultivo de una revisión un tanto retorcida de la vanguardia forzada a dialogar con la tradición premoderna y los clásicos.
En los márgenes de la figuración se inscriben Miguel Ángel Campano, que de la mano de Guerrero llegará a la recreación del mundo sensible donde se parafrasea el mundo grecolatino y las grandes constelaciones del Clasicismo y el Romanticismo, y Navarro Baldeweg, cuya trayectoria está marcada por su formación como arquitecto y sus comienzos artísticos dentro de las prácticas conceptuales, terreno en el que también se movieron Eva Lootz y Adolfo Schlosser. La evolución de Lootz se vio favorecida en los ochenta por la mayor atención que recibirán las “poéticas de lo femenino” y la revitalización a nivel internacional de la escultura, que asumirá propuestas objetuales, instalativas, preformativas, procesuales o ambientales con las que enlazó el trabajo de la artista. Adolfo Schlosser mantuvo a lo largo de su vida un voluntario aislamiento que propiciaba el carácter ensimismado y arcano de sus trabajos, donde se interiorizan presupuestos del earth art, el land art, el body art, el mínimal o el conceptual. Su obra conjuga el rigor del proceso mental con una manufactura que le imprime a la forma la más delicada de las sensibilidades.
La nueva abstracción aúna muy diferentes artistas. Gerardo Delgado y Jordi Teixidor, influenciados por el grupo de Cuenca y la abstracción norteamericana -dando la primacía a la pincelada, el color y una mínima pulsión gestual-, figuran como antecedentes inmediatos de los artistas del momento, entre los que destacan los miembros del grupo Trama: José Manuel Broto, Xavier Grau, Javier Rubio y Gonzalo Tena, que se ampararán en los presupuestos de los Supports- Surfaces franceses donde las teorías freudomarxistas se conjugan con una depuración sintáctica de corte minimalista y tendencia analítica. En los aledaños de esta nueva abstracción nos encontramos con otros nombres que transitaban más en solitario, como el de Soledad Sevilla, cuya obra de los ochenta la protagonizan tupidos cruzamientos lineales llenos de lirismo y evanescentes efectos de penumbra o espacios evocados, o Carmen Calvo, quien desde mediados de los setenta desarrolla una obra refractaria a las taxonomías. El éxito de Miquel Barceló vino a interpretarse como la consolidación de un nuevo modelo de artista que las nuevas condiciones políticas, económicas y culturales de nuestro país empiezan a permitir. Junto a él, grandes protagonistas de la vuelta triunfal a la pintura expresionista, cargada y densa, trabajada con violencia y rapidez, serán también José María Sicilia, José Manuel Broto y Ferrán García Sevilla.
Participan de este impulso generalizado con que se favorecen las opciones pictóricas otros nombres como los de Antón Lamazares, que dentro de la abstracción se concentra en un repertorio limitado de materiales (cartón, madera, barniz) para obtener una rentabilidad asombrosa, Xesús Vázquez ejemplificando la presencia de las instancias conceptuales dentro de la experiencia pictórica, y Juan Uslé, cuyo entusiasmo expresionista final se materializa en sus célebres cuadros vinílicos basados en la regulación de largas pinceladas regulares y pequeños giros o rizos.
Frente a la casi unánime reivindicación de la pintura en la primera mitad de los ochenta, a partir de la segunda, asistiremos a un verdadero reemplazo disciplinar por parte de la escultura, que acoge implicaciones de raigambre neo-conceptual. Miquel Navarro apuesta por una escultura disgregada que huye de la concepción tradicional y que cuestiona los intentos de fusión interdisciplinar de la vanguardia heroica y sus sueños de planificar el entorno del hombre en su totalidad. Las metrópolis del artista tomarán como base sus elementos más significativos: chimenea, torre, casa, nave, templo, fábrica...
Al igual que ocurriera con la promoción de pintores coetánea, también desde la escultura los años ochenta verán despegar a nivel internacional artistas como Susana Solano, Juan Muñoz o Cristina Iglesias. La primera lo logrará gracias a la contundencia de una propuesta escultórica que, arrancando de las conquistas posminimalistas, alude con agudeza a muy diversos, complejos y lejanos universos estéticos. Juan Muñoz se implicó con la nueva escultura británica y se convirtió en obligada referencia a la hora de estudiar la generación responsable de su radical renovación. Sus sofisticadas estrategias desdibujan la demarcación estricta entre espectador y creador, y entre la escultura y otras manifestaciones vecinas como la instalación. Las piezas de Cristina Iglesias parafrasean elementos arquitectónicos a los que incorpora cierta organicidad y una imponente presencia textural mediante una cuidada elección de los materiales.
La obra artística de Jaume Plensa reflexionó sobre la existencia y la condición humana a través de hierros y forjados cuyo áspero tratamiento inducían las lecturas más expresionistas. Francisco Leiro enlaza aspectos manieristas y barrocos de la imaginería gallega con el resurgir neoexpresionista y el empleo de materiales inusuales que imprimirán a sus esculturas aspectos contradictorios que enriquecen su innato sentido de la narración. Mención especial merece Pepe Espaliú, quien mantuvo una batalla final contra el sida que le sirvió para ahuyentar buena parte de los fantasmas que convocaba en los años ochenta. La necesidad de compartir su dolor supuso una de sus metáforas más estremecedoras y de mayor calado en torno a esta tragedia. Su obra prefigura muchas de las cuestiones más acuciantes de índole político y social que durante la última década del siglo la escultura posterior quiso asumir como propias.
Adaptación del texto de Óscar Alonso Molina para el catálogo de la exposición.