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«Tengo la impresión de que toda la obra de Naia del Castillo trata de la construcción (procesual) de la identidad, del modo como la relación con los espacios que habitamos y los objetos que nos rodean modifican nuestras emociones. Esa poética hibridación de las cosas y los cuerpos, el desplazamiento metonímico de las acciones y los vestidos, transmite alegorías de la pérdida, de la melancolía y del afán de volver a encontrar un modo de comunicar lo que (nos) pasa. Sólo si recupera el espacio que primero ha deshabitado, el hombre, más que un enigma un desencuentro (dystychia), puede alcanzar lo que impropiamente llama totalidad; el deseo y la imaginación superan las limitaciones, pugnan por estar fuera de la ley, inventando ese otro lado de la vida. Un combate simbólico se desencadena para superar ese amor que transforma al otro en reflejo especular o en un obstáculo que puede ser reducido, de forma inhumana, a nada, resto indeseable que arrojar a una tumba sin nombre. La estética de Naia del Castillo plantea el “cuidado de sí” a partir de una singular extrañeza del cuerpo, algo semejante a lo que Lacan llamó extimité (extimidad), un proceso complejo en el que nos ponemos hondamente en relación con la Cosa.
Bataille considera que la dialéctica de trasgresión y prohibición es la condición y aún la esencia del erotismo. Campo de la violencia, lo que acaece en el erotismo es la disolución, la destrucción del ser cerrado que es el estado normal del participante en el juego. Una de las formas de la violencia extrema es la desnudez que es un paradójico estado de comunicación o, mejor, un desgarramiento del ser, una ceremonia patética en la que se produce el paso de la humanidad a la animalidad. Ante la desnudez, Bataille experimenta un sentimiento sagrado, en el que se mezclan fascinación y espanto, en él surge la equivalencia con el acto de matar o, para ser más preciso, la inminencia del sacrificio. Naia del Castillo no desnuda a sus “modelos”, antes, al contrario, viste sus cuerpos, revelando que es precisamente en ese modo de cubrir el cuerpo donde puede producirse la seducción extrema. Todas esas telas y artificios, desde el babero de la pose narcisista (Sin título-Seducción, 2002) hasta la mujer que levanta el vestido como si fueran alas nocturnas (Luciérnaga III, 2003), hechizan al espectador, introducen a la imaginación en un territorio de magia en el que la vida es pura ficcionalización. Naia del Castillo monta sus narraciones plásticas en la “expansión” de lo escultórico en relación con lo fotográfico, manteniendo el interés por todos los momentos del proceso. Los maravillosos objetos realizados para Tiro con arco (2003) están dentro de una vitrina junto a la fotografía de la mujer que apunta a un blanco que se sustrae a nuestra visión, los vestidos están expuestos como pudieran ser de nuevo utilizados y, sin embargo, han entrado en el tiempo de una liturgia diferente: son la marca de un post-performance o, mejor, de un acontecimiento sedimentado en una toma definitiva.
Naia del Castillo elude, en todo momento, la retorización de lo escabroso o la dinámica (pseudo) provocadora, porque lo que ella quiere es proceder como los sueños, condensando y desplazando, sobredeterminando los objetos y las indumentarias creadas por ella misma para acercarse a la realización del deseo inconsciente. Freud tenía claro que la perversión no es subversiva, es más, el inconsciente no es accesible a través de ella. La exteriorización, casi obscena, del perverso hace que, simultáneamente, las fantasías se amplíen y el inconsciente se pierda. Acaso hay en estás ideas una mitología, implícita, del inconsciente como velo. “El perverso, con su certidumbre acerca de lo que procura goce, esconde la brecha, la ´cuestión quemante´, la piedra en el camino, que es el núcleo del inconsciente”. Zizek sostiene que, en la era de “declinación del Edipo”, en la que la subjetividad paradigmática ya no es la del sujeto integrado en la ley paterna mediante la castración simbólica, sino la del sujeto “perverso polimorfo” que obedece al mandato superyoico de gozos, tenemos que histerizar al sujeto, esto es, recuperar aquel campo de batalla entre los deseos secretos y las prohibiciones simbólicas. Sin embargo, Naia del Castillo no recrea el «espectáculo» inducido y repetitivo de las histéricas sino que bucea en pos de las pulsiones, allí donde el fenómeno de la transferencia tiene los rasgos de la curiosidad y de la incompletud de la infancia».
FERNANDO CASTRO FLORES