Jesús Rocandio | Naturaleza
Jesús Rocandio
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Naturaleza
Hablamos de la Naturaleza, del hecho de la Naturaleza. A partir de ello, la posibilidad de estar en ella, allí, de reconstruirla con la mirada. En cierto modo hay –es una apreciación personal no contrastada con el autor– esa resonancia de un Turner o un Friedrich, incluso de un Goethe o un Nietzsche, ese dejarse succionar por la potencia de un espacio inabarcable, sin duda en un tiempo infinito... y que habrá que acotar para poder hablarlo. La fotografía trata de ello, habla de ello. Nos preguntamos cómo hacerlo, la dificultad de explicar no solo el hecho de semejante presencia, sino ante todo, la nuestra allí –el acontecimiento de señalarla–, cómo construirlo.
Es una Naturaleza sublime, muy diferente de la que es tan solo bella. Sublime por su intensidad, por su exceso, por su exceso de realidad. Incluso brutal, rocas que son brutales, en su presencia, en su existencia, en su textura, en su luz –es tan solo un ejemplo.
Aquella que es tan solo bella parece más fácilmente fotografiable, –en realidad lo es de otra manera–; ponemos el trípode allí, nos convertimos en paisajistas, nuestra cámara mira el mundo, hay un paisaje que está ahí, incluso en la lejanía, necesitamos alejarnos para que los árboles nos dejen ver el bosque. Lo que diferencia a la Naturaleza que es sublime –a la de la mejor tradición en imágenes y palabras–, es la distancia, una distancia insalvable. Del ojo que mira, a la mente que escucha, el más leve susurro, cualquier murmullo, no es posible observarla desde fuera, estamos inmersos: en lo sublime no hay distancia para mirar desde fuera. Quizá, denominemos paisaje interior a nuestra presencia –es una manera de decirlo– para insistir en el hecho de que vamos a hablar de ello, la dificultad de aunar lo visto exterior con lo vivido interior –es nuestra mente en forma de mirada la que construye lo sublime, es una dificultad de la que ya hablaban San Agustín y Petrarca. Finalmente es una negociación, un diálogo, si bien impuesto por nuestra cámara que busca la distancia exacta. Es nuestra cámara, ahí en el medio –somos fotógrafos–, una sofisticada herramienta de precisión que nos va a permitir decirlo, en la mejor manera, con la mejor escritura, la que se apoya sobre los hombros de gigantes que nos precedieron, –diría Newton–, en la mejor tradición –pienso en lo ya citados, entre otros–, para hacer posible una mirada contemporánea.
La dificultad también es estratégica, está la tentación de mirar desde fuera, de la nostalgia del paisaje, del viejo oficio de paisajista –de un cierto paisajista–, quizá un mundo idealizado, emociones que perturban –dispersan– la mirada, la tentación del maquillaje, del paraíso, de nuestro espíritu artístico –el que no es moderno–, siempre al acecho, que busca su minuto de gloria mediante ruidosos pronunciamientos. De hecho buscaríamos lentes deformantes –lentes que decoran– para que todo ello encaje en la fotografía. Sin embargo, nosotros, fotógrafos que comprenden, buscamos el silencio para constatar –no opinamos, no comentamos– lo que nos envuelve –nosotros siempre allí–; no es un asunto de carácter existencial, sino lingüístico –me disculpo por la palabra–, es un saber, saber utilizar el medio con todos los recursos que nos ofrece la cámara fotográfica –también el privilegio de nuestra tecnología–, silenciosa cuando absorbe los ecos del mundo, cuando corta el espacio, cuando lo fragmenta para decir mejor, siempre en ese total silencio, parecería mutismo, como si no existiese.
Las fotografías de Jesús Rocandio me miran y me hablan de todo ello, de esa manera de fotografiar, de ese modo de penetrar en la Naturaleza, de esa atracción fatal. Atención a ese tríptico, a esos fragmentos, a esos árboles que sí dejan atrapar el bosque. Sí, quizá con música de Schubert.
Eduardo Momeñe