Guillermo Pérez Villalta
12 de mayo al 26 de junio 2005
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Horarios de la Sala:
De martes a sábado de 18 a 21 h.
Festivos
de 12 a 14 h. y de 18 a 21 h.
Cerrado los lunes.

fotografía autorHace tiempo escribí que si a las religiones se les quita las creencias, lo que queda es arte.
Hablar de estas dos manifestaciones del ser humano puede prestarse a confusión y malas interpretaciones. Ambas aparecen casi al mismo tiempo y son difíciles de separar, puesto que nacen de una misma fuente de deseo.
El conocimiento humano se basa en varios métodos: por un lado, el científico –en el que las cuestiones pueden ser demostradas– es un método lento pero que nos da una cierta fiabilidad; el filosófico, que cuestiona la propia facultad de pensar y discernir, y el artístico, que se basa en el deseo y no en la verdad. Luego está la Religión, en la que según ella, la verdad es verdadera, no se discute ni plantea.

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La Razón, las luces, han servido y sirven al ser humano en este dificultoso pero apasionante camino del conocimiento y también me ha guiado a mi.
Hace también algunos años, al final de la década de los noventa, puse como lema en un cuadro “Cualquier verdad no es totalmente verdadera”. Este principio de duda me ha acompañado a lo largo de mi vida consciente. Ser un “descreído” tiene su lado amargo pero también da sus buenos frutos. Uno de ellos es aceptar la paradoja como forma de conocimiento.
Vivimos una sociedad donde todo se polariza, donde o se es una cosa o la contraria. Esta forma de verdades encontradas ha producido un sinnúmero de aberraciones: la negación de cualquier virtud en la verdad opuesta hace que los creyentes de una verdad adopten posturas que rayen en el ridículo. Lo vemos cotidianamente y el arte no queda al margen, por supuesto. Incluso el mismo escepticismo cae en la trampa. La figura del intelectual escéptico, que “pasa de todo”, es una de las figuras más dramáticas por las que pasa el actual pensamiento humano.

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No creer no significa no desear. No creer en una supuesta verdad no significa que no la contemplemos placenteramente, como no necesitamos que una historia novelesca sea verdad para que nos emocione. Eso es el arte.
La actitud paradójica sin duda nos enriquece, y digo “sin duda” de un modo consciente. No tenemos que discernir entre dos sistemas, podemos gozar de lo que nos gusta, de lo que deseamos, y probablemente es más verdadera que cualquier posición polemizada.
Quizás entonces entienda el lector mi postura en el arte, tanto como degustador como creador. Para mí siempre me han parecido ridículas posturas enfrentadas como modernidad y clasicismo, abstracción y figuración, conceptual y obra artística o nuevos medios y pintura. Todo me parece un mismo puesto donde recoger frutos para el arte, y no por ello ser un ecléctico de medias tintas, sino apasionado hacedor. Pero ¡cómo hacer entender a los “talibanes” del arte que sí, que lo que dicen me interesa mucho, pero que no es toda la verdad, que hay muchas otras cosas! Entre ellas, una fundamental, la que los griegos hicieron madre de las musas: la memoria.

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Mi memoria y la de la humanidad me importa como individuo y como ser humano. Es un deber el mantenerla y entregarla, es nuestro tesoro más preciado. Nos corresponde el llevarla como el ADN lleva la de nuestra memoria biológica.
Así el artista y el arte tienen que llevar esa memoria como algo sagrado. Si no se tiene esa memoria el arte será algo infantil, balbuceante y ridículamente primario.
Ni en el arte ni en ningún sistema de conocimiento se puede hacer borrón y cuenta nueva, so temor de volver a repetir lo que ya se ha hecho. La insistencia en la postura puntual, en la ya equívoca pose de “lo último”, sin una visión circular de todo aquello que nos rodea, ha hecho del arte en estos momentos algo empobrecido y carente de auténtico significado y trascendencia.
La memoria, que tanto nos enseña, podría llevarnos a recordar ese momento del paso del siglo XVIII al XIX, donde el antiguo orden se deshacía, donde las incuestionables normas de las religiones monoteístas comenzaron a tener fisuras, los oscurantismos de demonios y magias fueron iluminados por la Razón y lo exótico empezó a cuestionar las estéticas de Occidente.

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Aquí se plantea el hombre las dudas actuales y la soledad del individuo. Luego, en un continuo movimiento de vaivenes, se pasa a nuevas posturas acomodaticias para llegar a otra pequeña revolución y, así, hasta el presente, donde lo “revolucionario” es otra forma simple que no hace sino ocultar que los problemas planteados no han sido resueltos.
Cuando en este nuevo orden la religión, cristiana fundamentalmente, perdió su primacía y omnipresencia, el arte se quedó a la deriva. Hasta entonces estaba claro que los dioses o el dios había que arroparlo con lo más bello. Si todo provenía de él, si él era nuestro protector y dador de vida, ¿cómo no íbamos a hacerle una catedral gótica, por ejemplo? Después, todo se volvió más confuso. William Blake inventa nuevas mitologías, Friedrich hace altares con lejanas montañas en una búsqueda de un nuevo dios despojado de pesados atributos, u Otto Runge crea un retablo donde la mañana ilumina un nuevo recién nacido.

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Peor lo tenía el arte cuando le tocaba festejar al pueblo soberano, la Constitución o las virtudes nacionales. Luego vino la Vanguardia y le dijo al artista: “sé libre”, y todavía anda dando carreras para festejar su libertad sin saber muy bien qué hará cuando pare.
Si, el arte se quedó un poco perdido cuando se quedó sin dios, mitos, historias sagradas, vidas de santos, milagros y visiones. Y más aún, cuando todo esto que a lo largo de los siglos, con gran creatividad y primor, había edificado, se le dijo que no podía ser tocado, a no ser que se hiciese como crítica o ironía.

GUILLERMO PÉREZ VILLALTA

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